I
De él mismo hablaba poco. Se reservaba sus opiniones. Para contar, contaba chistes, repetía anécdotas de su infancia, o inventaba historias para mí antes de dormir. Por eso de su vida antes de yo conocerlo no supe mucho.
Solo una vez, siendo yo niño, me dijo en el recibo de la 26 –creo que estábamos al lado de la ventana– que una vez estuvo preso, por joder a un tipo de un coñazo en la quijada con una manopla.
(Febres medía un metro sesenta y tres)
Varias veces lo oí hablar sobre un truco que tenía, cuando era monaguillo en Mérida, para hacer que todas las monedas de cinco centavos de la limosna cayeran en un depósito aparte, donde después las recogía. El cura, que era medio cegato, vivía admirado de la generosidad de los feligreses, que –pensaba el cura cegato– nunca dejaban menos de una locha. Cuando lo contaba, Febres se ponía rojo de la risa.
La historia de cuando era monaguillo la contaba con detalles y la dramatizaba, como contaba los chistes o las historias que inventaba para mí antes de dormir. La de la manopla, y otras, apenas las mencionaba, y no volvía a hablar de ellas ni una vez más. De esa serie es una que contó cuando yo ya era un preadolescente: una vez a mí tuvieron que llevarme a darme unos corrientazos, porque me agarró una loquera ahí, dijo en el anexo de la 26, dándole poca o ninguna importancia, y con algo así como media sonrisa.
De su padre, su madre y sus hermanos no recuerdo haberle escuchado una sola palabra. Incluso recuerdo un segundo de sorpresa, cuando escuché por primera vez a alguien decirle Eduardo y descubrí que se llamaba como yo. Para mí, y para quienes más lo conocimos, era solo Febres.
“Febres”. Así le dijeron desde que fue office boy en el primer banco donde trabajó, el mismo banco donde conoció a Lalá.