Mi pequeña revancha: Un último Cordero

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¿Lagunas mentales?
No se preocupe
Péguese un viajecito a la Argentina
Se las quitarán de inmediato



Un último Cordero




I
De él mismo hablaba poco. Se reservaba sus opiniones. Para contar, contaba chistes, repetía anécdotas de su infancia, o inventaba historias para mí antes de dormir. Por eso de su vida antes de yo conocerlo no supe mucho.
Solo una vez, siendo yo niño, me dijo en el recibo de la 26 –creo que estábamos al lado de la ventana– que una vez estuvo preso, por joder a un tipo de un coñazo en la quijada con una manopla.
(Febres medía un metro sesenta y tres)
Varias veces lo oí hablar sobre un truco que tenía, cuando era monaguillo en Mérida, para hacer que todas las monedas de cinco centavos de la limosna cayeran en un depósito aparte, donde después las recogía. El cura, que era medio cegato, vivía admirado de la generosidad de los feligreses, que –pensaba el cura cegato– nunca dejaban menos de una locha. Cuando lo contaba, Febres se ponía rojo de la risa.
La historia de cuando era monaguillo la contaba con detalles y la dramatizaba, como contaba los chistes o las historias que inventaba para mí antes de dormir. La de la manopla, y otras, apenas las mencionaba, y no volvía a hablar de ellas ni una vez más. De esa serie es una que contó cuando yo ya era un preadolescente: una vez a mí tuvieron que llevarme a darme unos corrientazos, porque me agarró una loquera ahí, dijo en el anexo de la 26, dándole poca o ninguna importancia, y con algo así como media sonrisa.
De su padre, su madre y sus hermanos no recuerdo haberle escuchado una sola palabra. Incluso recuerdo un segundo de sorpresa, cuando escuché por primera vez a alguien decirle Eduardo y descubrí que se llamaba como yo. Para mí, y para quienes más lo conocimos, era solo Febres.
“Febres”. Así le dijeron desde que fue office boy en el primer banco donde trabajó, el mismo banco donde conoció a Lalá.
(y así se anticipaba la amputación del apellido a su hijo Pp, el primer Nocordero)



II

Había muerto hacía poco cuando supe que el camino hacia la ablación del apellido de Pp se inició con una infección dental. Humberto Febres-Cordero, mi bisabuelo y padre de Febres, murió porque una extracción de muela se le complicó al punto de matarlo. Se dice que porque era diabético (algo aparentemente descabellado, aunque posible, como se puede ver acá).
Era marzo, abril o mayo de 1924. Febres tenía menos de un año, y pasó de ser el hijo menor de un respetado médico de Valera –emparentado con patriarcas de las letras andinas venezolanas, entre otras elites–, a ser el hijo menor de María Luisa, una buena mujer, pero sola y alcoholizada.
María Luisa bebía sin parar y vivía ufanándose del apellido de sus hijos, y del suyo. Del suyo, porque era Rodríguez del Toro, y decía que estaba emparentada con María Teresa del Toro, la primera mujer de Simón Bolívar. Ella emigró a Caracas, con los dos hermanos de Febres, y a él lo terminó de criar una tía en Mérida.
Una vez un hombre en una esquina de Mérida se quedó mirando a Febres, que daba vueltas agarrado de un poste más tiempo del que se espera que un niño lo haga, y le preguntó qué le pasaba. Febres se puso a llorar, y –cuenta Lalá– se dio cuenta de que le hacían falta sus hermanos. En esa época comenzó a pasar temporadas en Caracas. Tenía unos doce, trece años.


III
Margarita era la única hija de Hortensia Febres-Cordero, la tía que crío a Febres. Cuando ella se casó, Febres se fue a vivir con ella y su esposo en Villa de Cura. Vivía en la casa de ellos y atendía la primera farmacia de él, Felix Valderrama, que era el farmaceuta del pueblo y uno de los fundadores del Partido Comunista del pueblo. Cada vez que podía se iba un fin de semana a Caracas, a pasarla con sus hermanos, rebuscarse o boxear. En esa época no se hizo farmaceuta ni boxeador profesional, pero sí se hizo comunista.
Tampoco eso lo supe hasta que estuvo muerto, una vez que Pp dijo: y yo vine a saber cuando tenía 18 años que mi viejo había sido comunista. Entonces me di cuenta de que la fotografía de marco rojo que Febres tenía en el diminuto taller de carpintería que instaló hacia 1975 –y que yo contemplaba en la infancia con estupefacción sin saber de qué se trataba– era de Stalin, Trotsky, Lenin y otros héroes de la Revolución Bolchevique, caminando hacia adelante. La fotografía se la había regalado Pp poco después de que se enteró.
Pp había empezado a leer Manuscritos económicos y filosóficos al terminar el Stalin, de Deutscher: una de las biografías que compró con su primer trabajo, en la misma red de tiendas de electrodomésticos donde trabajó Febres las últimas décadas de su vida. Pp estaba en la sala con el libro en la mano, y cuando Febres pasó y vio el nombre de Marx en la portada le dijo a Pp –como decía lo del electroshock, o lo de la manopla–: por cierto que yo fui comunista.
Entonces le contó: cuando se iban a casar, Lalá le puso como última condición a Febres que se deshiciera del carnet del Partido que llevaba en su billetera.
(y de todo lo demás)
Con el gesto de cuando veía escenas finales de telenovela, Lalá me contó en la cocina, hace unos años, cómo con una palita pequeña lo enterraron juntos en un jardín.


IV
De cuando fue boxeador, Febres hablaba a veces, pero nada más para decir que solo había sido aficionado, porque si hubiera sido profesional habría tenido que ser peso ladilla. Cuando decía esto también se ponía rojo de la risa.
Leopoldo, su hermano mayor, fue empresario de lucha libre en el Nuevo Circo y organizador de apuestas en bares de Caracas. Después tuvo su bar propio, El Deportivo, en la avenida Urdaneta. De todos los bares donde Leopoldo organizaba apuestas, y del Deportivo, Febres fue un fiel habitué, y de todos era, en palabras de Pp, el rey.
Una vez, a Leopoldo le falló un luchador en el Nuevo Circo. Febres merodeaba por el público en el último estado de la borrachera. Leopoldo lo buscó desesperado. Cuando lo encontró, le dijo todo sudado y tembloroso: ¿te subes? Y Febres se subió y ganó la pelea.
(como se subía Lavoe al escenario en sus últimos días, imagino yo)
El otro hermano de Febres, Alberto, fue el único que pasó de primaria. Se hizo militar, y con un arma de reglamento se metió un tiro en la sien en la esquina de la 26, hacia 1965. Su esposa lo había dejado.


V
Un carnaval, como muchos, yo caminaba disfrazado de El Zorro con Febres y Lalá por el boulevard de Sabana Grande. Febres iba escuchando un radiecito narraciones de carreras de caballos, y cada vez que terminaba una carrera entraba en un bar a tomarse una cerveza. Cuando nos paramos en el cuarto bar ya Febres estaba seguro de que había ganado algo gordo, y yo ya estaba presenciando, antes de que Febres ni nadie me hablaran de ella, la Transformación.
Lalá hizo lo que pudo para que yo no le pusiera atención, y seguro por eso mucho no me acuerdode lo que pasó cuando llegamos a la 26 con Febres transformado. Pero con lo poco que me dejaron ver llegué a saber cómo se ponía. Su frente y sus mejillas se ponían rojas, casi como cuando le daban los ataques de risa. Fumaba, con el cigarrillo en el borde de la boca. No miraba a los ojos. Entornaba la vista. Escupía en el piso. Hablaba enredado. Ponía Mozart a todo volumen. Buscaba pelea. Le decía a cualquiera que tuviera en frente lo peor que pensara de él.


VI
Eran las mejores historias, las de Febres Transformado. Pero de esa serie solamente se conocen las que tuvieron algún testigo, porque Febres jamás hablaba de lo que hacía cuando se transformaba. Solamente contaba mucho un chiste, de un borracho que se mete en la fila de feligreses a comulgar, para quitarse el hambre. El cura, que mira acercarse una vez más al borracho sacrílego, le da un cuero de zapatos pintado de blanco que ha preparado en lugar de la hostia. El borracho lo mete en su boca y mastica, y tras un rato de masticar le pregunta a los feligreses: ¿qué le dieron a usted? Los feligreses responden mecánicamente: el cuerpo y alma de nuestro señor Jesucristo.
El diálogo se repite hasta que el borracho dice: coño, a mí como que me dieron fue el cuero de las bolas, porque esta vaina está más dura que el carajo. Y cuando decía esto ya estaba todo rojo de la risa.

VII
Al vecino de en frente: “yo tengo una pistola en la casa que te voy a tener que vender, porque al único güevón que yo le metería un tiro es a ti”; a su nuera, por teléfono, meses antes del matrimonio, “qué bolas tienes tú, de verdad, Mercedes, de casarte con este güevón”; el día de la petición de mano, conociendo al padre de Mercedes, que acaba de poner un disco de cante hondo: “Simón, coño, no me vas a decir que a ti te gusta esa mierda”; a su supervisor, en el Banco Mercantil y Agrícola –poco después de que pasara a ser Banco Mercantil absorbido por una trasnacional–: “tú y todos ustedes lo que son es unos pendejos; en esta vaina, si yo quisiera robarlos, ya fuera millonario”, y acto seguido demostrarle con lujo de detalles cómo podía sistematizarse un fraude en el sistema.


VIII
Vivieron el terremoto de 1967 en un edificio. La empresa no perdono el momento de locura, y después de la Transformación con su supervisor en el Banco, Febres quedó desempleado. Alquilaron la 26, y se fueron a un departamento pequeño. Vivían de eso, y de bowling y billar a tres bandas, que Febres salía a jugar, apostando, todos los días, obligado a ganar.
Febres Transformado y la 26 fueron por un año los proveedores, hasta que Febres encontró trabajo en la red de tiendas de electrodomésticos del señor Blanco, donde contó dinero ajeno unos treinta años más, casi hasta el fin de su vida.
(“y acabó con él –dice Pp–, digo yo”)


IX
En un cuartito de dos por tres que hoy se está comiendo la maleza Febres entraba, después de su jornada y del almuerzo, a picar madera en una sierra eléctrica y ensamblar y pintar. Madera casi siempre residuo recolectado de aserraderos, o de muebles viejos rescatados de los depósitos de la red de tiendas de electrodomésticos del señor Blanco. Y ensamblar –recuerdo– muebles domésticos, cunas para muñecas y jaulas para pájaros con puertas muy grandes. Microingenería de objetos necesarios a veces, y a veces juguetes de los que copiaba casi compulsivamente el modelo, para regalar.
Yo y los héroes de la revolución Bolchevique de la foto fuimos los principales testigos del desquite cotidiano de Febres. A diario lo vimos invertir el resto de su fuerza de trabajo en hacer con desechos productos sin precio, hasta que materialmente no pudo más.


X
Primero fue el ojo derecho. Catarata operada con éxito pero que agarró a todos de sorpresa, acostumbrados a la salud de hierro del viejo invencible. Después fue la crisis bancaria de 1994, en la que Febres y Lalá perdieron todos sus (pocos) ahorros. Ese episodio fue seguramente la última vez que Febres vio revivir aquella infección dental de su padre, que llevó a su abandono, y finalmente a la ablación del apellido de Pp y mío: uno de los directivos del Banco Latino –el que le robó sus ahorros– era un pariente del apellido mutilado, Siro Humberto Febres-Cordero Salom, quien nunca concedió la entrevista que Febres le solicitó. Si se la daba, habría sido bueno darle antes unos tragos.
Con la segunda catarata, en el ojo izquierdo, tuvo que dejar también el taller de carpintería, a riesgo de confundir sobre la sierra eléctrica el dedo arrugado con una parte de un perchero. Y el camino irreversible hacia el auto knock out comenzó una tarde de 1997, cuando lo vimos subir las escaleras del anexo de la 26 para contarle a Pp que en la tienda lo habían desechado. A partir de ahí, lo único que quedó fue la espiral de pijama y resignación que culminó con su última obra de microingeniería: una serie de corbatas anudadas de las que se colgó el 26 de julio de 1999. Esa fue también la última vez que estuvo rojo.


XI
Vargas. El Loco Vargas. El día del funeral, Pp me lo volvió a presentar, y me dijo que había sido el único amigo de Febres.
Yo lo había visto unos tres o cuatro años antes, en el anexo de la 26. Todas las herramientas y máquinas del taller estaban dispuestas a lo largo del departamento. Vargas había llegado a buscarlas para rematarlas en el puesto que tenía en el Mercado de los Corotos. Pp, Lalá y yo estábamos junto a Febres, espectadores del sacrificio. Había también ahí un silencio de velorio.
Ahora Vargas sonreía, orgulloso, al escuchar la presentación de Pp. Yo siempre era el que lo llevaba a la casa, contó.
Un día, a las seis de la mañana, Vargas camina con Febres en los hombros por la avenida Lecuna. Desde unos andamios, unos obreros en una construcción les silban, gritan, dicen ay papá. Vargas deja con cuidado a Febres sobre la acera, se arremanga y les grita: ven pues, ven a decírmelo aquí. Los obreros se callan, Vargas vuelve a levantar a Febres, y cuando ha caminado dos metros escucha otra vez los gritos y silbidos. Entonces Febres otra vez al suelo, mangas arriba, silencio. La acción repetida, como en el chiste del borracho sacrílego. Y termina con nosotros tres, como querría Febres, un poco rojos de la risa.