Mi pequeña revancha: 2011

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¿Lagunas mentales?
No se preocupe
Péguese un viajecito a la Argentina
Se las quitarán de inmediato



Otra vez el (la) 26

Nota breve: otra aparición providencial del (la) 26, número tanático, repetido por azar (como en un cuadro de 5 y 6) en mi apellido paterno y en el movimiento popular latinoamericano.
Ahora viene de Bolaño y su primera novela póstuma (tanática donde las haya), cuyo título ya había asociado, por razones obvias, con el (la) 26. Pero no sabía que había una conexión tan estrecha. Bienvenido, pues, Roberto, a mi narración. Llegas vía lectura de La centrífuga de Roberto Bolaño se abre, de Andrea Daza, donde me entero de que, probablemente mientras yo veía por primera vez forenses, o veía por primera vez un muerto, el 26 de julio de 1999, se desarrollaba este diálogo en el cyberespacio.


Amambay Guevara:    Gracias por estar en el cyberespacio, quisiera saber ¿cuál es la novela que sueña escribir?

Roberto Bolaño:    Una novela que se llamará "2666".

Catorceseis



Había, para empezar, un número, una fecha: 14-6.
Más pecisamente: 14 de junio de 1928. El día de nacimiento del Che.
(28 es doble de 14; siempre le presto atención a estas correlaciones; debe ser porque fui hijo, sobrino y nieto único -de comunistas- hasta mi adolescencia, y nací un 1-11).
El natalicio del Che, supe yo apenas llegué a Buenos Aires, es apócrifo. El Che nació un 14 de mayo, no un 14 de junio. (La carta astral revelaba un sujeto mediocre, sumiso, que había llevado una vida sosegada. “Al ver este horóscopo, la madre del Che rió. Entonces reveló un secreto que había sido guardado durante tres décadas. Su célebre hijo había nacido un mes antes, el 14 de mayo”, cuenta Jon Lee Anderson, en su también célebre biografía del Che, que me regaló Santiago Acosta poco antes de irme de Caracas).
En ese momento asocié el error en la cuenta solamente con mi historia familiar: mi madre, Mercedes, también tuvo un horóscopo errático y una fecha de nacimiento apócrifa. No nació el 23 de julio, como eligieron mis abuelos Elisa y Simón que se registrara, sino un 4 de abril.
Si los padres del Che viajaron río abajo por el Paraná hasta Rosario, para que el Ernesto engendrado antes del matrimonio naciera lejos de la mirada acuciante de sus parientes burgueses, Simón y Elisa viajaron Suramérica abajo, hasta el Río de la Plata. En Montevideo nació Mercedes, y ahí habríamos de volver, un año más tarde de mi llegada a Buenos Aires, a encontrarnos con el Hospital Alemán, y otras huellas materiales de su memoria preverbal.
Pero la clave para armar esta historia no estaba en las analogías remotas con mi historia familiar, sino precisamente en esa efeméride y su doble significado. La celebración de los 80 años de nacimiento del Che en Rosario, junto a Pp, fue mi primer encuentro desprejuiciado con la mística guevarista, que a la larga terminaría por recombinar de manera definitiva mis horizontes, mi visión de mundo y mi subjetividad. Y fue otra efeméride redonda ocurrida hace cuatro días, los 25 años de la muerte de Borges, la que (porro sembrado en casa mediante) me reveló el único sintagma con que (creo) puedo terminar de ordenar el rompecabezas que desarmó mi metanoia: en el calendario gregoriano, la fecha en que muere Borges es la fecha en que se registra (borgeanamente) el nacimiento del Che.
Ahora puedo decir que el límite de lo borgeano en mí es el guevarismo (el pueblo, la lucha), y el límite de mi guevarismo es lo borgeano (los individuos, la literatura). Y también puedo decir que, en esta mutante nuestroamericana que es mi voz (ca(r)gada de sus vivos y sus muertos), tratan de encontrarse, hace años, estas partes: busca, destinada al fracaso, un guevarismo en clave literaria, y una lectura guevarista de la literatura.

Nocordero Tarifado



Era Wilson, pero ya no hablaba con un susurro
Poe

[EL CONSEJO: Nocordero y Pp miran la televisión. Informan de dinero recibido, por periodistas de oposición, de organismos vinculados al Departamento de Estado de Usamérica. Nocordero comenta: si a un periodista la van a pagar para hacer lo que tiene que hacer, que es escrutar al poder, qué importa quién le pague. Pp, sin alterarse, con media sonrisa, responde: bueno, pero en dos, tres, cinco, veinte años, un día tocan la puerta de tu casa, y es para hablarte de aquel dinero, y de lo que hiciste por aquel dinero, y no la vas a pasar bien]

A  la biblioteca del Centro Internacional Miranda llegué pensando que hacía un reportaje de inmersión, como Gunter Walraff entre los turcos musulmanes. Pero no. Para nada. En realidad, si quería hacer comparaciones grandilocuentes, tendría que haber dicho que estaba, como Hernán Vera, en El Salvador, cuando grababa en los cuarteles del Ejército Nacional, como corresponsal de la Canadian Broadcasting Company, y después pasaba las cintas sin editar a la dirección de inteligencia del Ejército Revolucionario del Pueblo. Aunque también tendría que haber dicho: pero del otro lado.

Un último Cordero




I
De él mismo hablaba poco. Se reservaba sus opiniones. Para contar, contaba chistes, repetía anécdotas de su infancia, o inventaba historias para mí antes de dormir. Por eso de su vida antes de yo conocerlo no supe mucho.
Solo una vez, siendo yo niño, me dijo en el recibo de la 26 –creo que estábamos al lado de la ventana– que una vez estuvo preso, por joder a un tipo de un coñazo en la quijada con una manopla.
(Febres medía un metro sesenta y tres)
Varias veces lo oí hablar sobre un truco que tenía, cuando era monaguillo en Mérida, para hacer que todas las monedas de cinco centavos de la limosna cayeran en un depósito aparte, donde después las recogía. El cura, que era medio cegato, vivía admirado de la generosidad de los feligreses, que –pensaba el cura cegato– nunca dejaban menos de una locha. Cuando lo contaba, Febres se ponía rojo de la risa.
La historia de cuando era monaguillo la contaba con detalles y la dramatizaba, como contaba los chistes o las historias que inventaba para mí antes de dormir. La de la manopla, y otras, apenas las mencionaba, y no volvía a hablar de ellas ni una vez más. De esa serie es una que contó cuando yo ya era un preadolescente: una vez a mí tuvieron que llevarme a darme unos corrientazos, porque me agarró una loquera ahí, dijo en el anexo de la 26, dándole poca o ninguna importancia, y con algo así como media sonrisa.
De su padre, su madre y sus hermanos no recuerdo haberle escuchado una sola palabra. Incluso recuerdo un segundo de sorpresa, cuando escuché por primera vez a alguien decirle Eduardo y descubrí que se llamaba como yo. Para mí, y para quienes más lo conocimos, era solo Febres.
“Febres”. Así le dijeron desde que fue office boy en el primer banco donde trabajó, el mismo banco donde conoció a Lalá.
(y así se anticipaba la amputación del apellido a su hijo Pp, el primer Nocordero)