Mi pequeña revancha: Totalmente gratuito

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Totalmente gratuito



Para José Ángel López, que como
Febres fue bajito, temerario e invencible



La oferta
“Crea un blog: es totalmente gratuito”. La última vez que Nocordero vio esta oferta fue la primera vez que se detuvo en ella. Y de inmediato vino corriendo a su memoria la frase de cabecera de Mau, una de Freud: lo único gratuito es la muerte. Entonces hizo la captura de pantalla y lo guardó, porque estaba seguro de que en algún momento la oferta de Blogger (de Google) y la máxima de Mau (de Freud) iban a revelarle algo.
Pensó que el “algo” iba a ser del orden conspirativo, sobre las formas perversamente geniales que Dio$ crea para hacer que todos trabajemos para él (pensaba Nocordero), mientras creemos que nos está haciendo un regalo, o incluso que lo estamos combatiendo y que lo vamos a vencer. Pero no.
Ahora, cuando encuentra esta captura de pantalla en sus archivos y se detiene a pensar en esta oferta y en la frase de Freud (de Mau) la revelación aparece, y no conduce a las conspiraciones de Dio$, sino a un episodio de su minúscula e irrelevante historia personal (como era de esperar de una frase de Freud, piensa Nocordero; otra cosa sería con una de Marx). Un episodio que recuerda muy bien pero en el que hasta ahora no se ha detenido lo suficiente como para comprender lo que va a creer que comprende hoy.


El episodio
Ocurrió también frente a una computadora, pero en febrero de 2005. Nocordero estaba a uno, dos o tres meses de abrir su primer blog.
Por otra parte gozaba, o sufría, o en todo caso padecía, una especie de deslumbramiento tras una temporada de cercanía frecuente con escritores profesionales. Temporada que fue también la de su primer encuentro con un género, la crónica, con el que sospechaba que habría de brillar y ganarse la vida.

El blog
Podría decirse que en parte por eso, tres, o cuatro, o cinco meses después de este episodio, Nocordero consideró la opción del blog; porque uno de los escritores profesionales que conoció en la temporada de deslumbramiento, y con quien incluso se escribió con la excusa de preguntarle por textos sobre el Chino Valera Mora, era José Roberto Duque. Se escribió con él, y lo leyó, y encontró en su lectura algo que no sabía qué era, pero que quería imitar. Y José Roberto Duque tenía un blog. El blog que hizo que Nocordero supiera que existían los blogs.
(¿blog?, recuerda Nocordero que le había preguntado a Barrera Tyszka cuando este mencionó que Duque tenía uno. Y la respuesta de Barrera Tyszka, desdeñosa: una cosa ahí, que los escritores tienen para promocionarse).

Escritor profesional
Y seguramente también por imitar, o por tratar de imitar, o por empezar a tratar de imitar a José Roberto Duque, quien entre otras cosas es el cronista por excelencia de la violencia caraqueña de finales del siglo XX, un par de semanas antes del episodio Nocordero eligió ir a la Morgue de Bello Monte. Lo eligió para hacer un ejercicio literario. Un experimento narrativo, propuesto por Alberto Barrera Tyszka, el escritor profesional que conectó a Nocordero y a una veintena de alumnos de la Escuela de Letras de la UCV con escritores profesionales, y con ese deslumbramiento que Nocordero vivía, o se imaginaba, o que lo consumía.

Guglearse
El deslumbramiento y la primera visita a la Morgue eran las razones por las que Nocordero estaba a punto de hacer lo que iba a hacer, que era guglearse por primera vez. Iba a guglearse por primera vez porque producto de la visita a la Morgue había salido la crónica que lo hizo sospechar que como cronista iba a brillar y a ganarse la vida. La crónica se llamaba “Se estaba celebrando un cumpleaños”.
(Y Nocordero hoy dice que fue esa crónica, o los vítores que esa crónica recibió de Barrera Tyszka y de sus compañeros de la Escuela de Letras, lo que lo hizo ser, o empezar a ser, o empezar a querer ser, escritor profesional. Dice eso y que esta búsqueda, este episodio, fue el inicio de su carrera: por primera vez se medía, medía su firma contra la de los demás que se llamaban como él, y entraba en la competencia, en la angustiosa y dañina competencia que lo iba a hacer infeliz en su breve e ínfima carrera de escritor profesional).

La crónica
Era un relato en primera persona, en el que el narrador entra en la Morgue a hacer un recorrido como estudiante universitario. Se encuentra primero con la gris y desvencijada cotidianidad de una oficina de policía científica, y luego con la burocracia oficial, que lo obliga a esperar sentado a un inefable Dr. Muzó para que autorice el recorrido.
Esperando a Muzó, mira una serie de médicos y judiciales que bajan y suben las escaleras con platos de plástico y torta en las manos. La crónica remata con una explicación para los platos y la torta (se estaba celebrando un cumpleaños), dada, por supuesto, después de mostrar los muertos. Los muertos. Aquí están los muertos, dijo O., el joven funcionario que le hizo el recorrido a Nocordero, después de pasar por el pasillo de antropología forense, donde había una modesta muestra de cráneos y huesos.

Anudar
La crónica recibió vítores y brilló (hoy Nocordero lo sabe) porque con ella, por primera vez en su vida, llegó a anudar, o a tener o a dar la sensación de anudar en la escritura algo de una experiencia. Los médicos forenses y policías judiciales bajaban y subían con los platicos y tenedores de plástico blanco en la mano comiendo torta, y la punta roma del lápiz de Nocordero subía y bajaba desplazándose entre las líneas azules de las hojas rayadas de su cuaderno rojo.

Los muertos
Y el instante frente a la muerte, frente a los muertos, sólo pudo quedar condensado en su memoria por las veces que tuvo que volver a él antes de poder escribirlo. Hoy Nocordero comprueba que si vuelve ahí encuentra todo detenido, intacto, brillante, como fotografía a color de una maqueta gigante en plastilina: el hombre gordo, con el hueco como cráter lunar a la altura del área genital, y un cuerpo pequeño con vestido, entrevisto como entre brumas o fuera de foco, porque Nocordero no tuvo el coraje de acercarse para ver mejor.

Ver mejor
“E”, “d”, “u”, “a”, “r”, “d”, “o”, “ “, “F”, “e”, “b”, “r”, “e”, “s”, tecleó Nocordero su nombre en Google. Y cuando apareció el resultado también tuvo que acercarse para ver mejor, aunque sin dificultad, porque esta vez no hacía falta coraje para ajustar la mirada.
(Aunque sí hizo falta coraje, piensa hoy Nocordero, para entender lo que esa respuesta de Google me decía).

La respuesta
En el resultado de Google apareció primero que nada el abuelo de Nocordero, Eduardo de Jesús Febres-Cordero, un contador sin formación profesional ni secundaria que llegó a ser gerente en el Banco Mercantil y Agrícola hasta que en una borrachera se burló de su supervisor demostrándole detalladamente lo fácil que sería estafar a la empresa si quisiera hacerlo. Google mostró el nombre del abuelo de Nocordero, a quien todos le decían Febres, y que sólo firmó un texto publicado en toda su vida: una carta al correo de lectores de El Nacional, en la que con gracia y estilo elegante pero desenfadado hacía una brevísima crónica de cómo un conductor en un carro muy grande le había robado de manera abusiva y violenta el puesto a él, que iba en su diminuto Volks Wagen Escarabajo amarillo. Google muestra el nombre completo de Febres, que lo último que firmó en su vida fue su nota de suicidio.

La nota
La escribió en el anverso de una tarjeta de cartulina anaranjada, con números del 1 al 9, de las que usaban las computadoras IBM lectoras y perforadoras de fichas (unas tarjetitas que ahora que Nocordero las recuerda, piensa que tenían los números dispuestos parecido a como los tenían los cuadros de 5 y 6). La escribió ahí porque una caja de fichas para perforadora IBM sin usar fue de las últimas cosas que Febres recicló del depósito de Blampeco: la tienda de electrodomésticos donde trabajó desde que su espontaneidad borracha le costara el trabajo en el banco, hasta que lo echaron, a sus 73 años de edad, y comenzó el camino depresivo que lo llevó a colgarse de una alcayata el 26 de julio de 1999.

Forenses
“Me estoy quitando la vida porque estoy muy enfermo (esto es con las autoridades). Laura, mi amor, te toca asumir una gran responsabilidad. Yo asumo la mía como el Comandante Chávez”, decía la nota. Antes de que se la llevaran los forenses con el cuerpo de Febres a la Morgue, de donde nunca volvió, sólo la llegó a ver el padre de Nocordero (aunque hoy Nocordero tiene la extraña impresión de haberla visto, como a través de un vidrio sucio). Fue ese 26 de julio la primera vez que Nocordero vio forenses, y también la primera vez que vio un muerto.

El ex-linaje
Google (¿nuestro oráculo de Delfos?, se pregunta hoy Nocordero, no sin sentirse un poco ridículo por pensarlo) mostró a Febres de primero porque Febres fue el último descendiente en su línea de un doble apellido que tuvo su tronco en Bélgica en el siglo XIV, se convirtió en doble en la isla de Hierro en 1527, y en 2004 alguien montó en Internet su genealogía completa.

El último Cordero
El último, porque Febres, al registrar al padre de Nocordero, suprimió del apellido el guión y el “Cordero”, y por ende Nocordero no entra en la genealogía, cosa que ya suponía, pero que entonces constató por primera vez.

Doble movimiento
Hoy Nocordero concluye que la respuesta de Google (¿de Delfos?) resume el doble movimiento que había en la crónica de la visita a la Morgue, y que Nocordero extrapola al análisis de toda su ínfima y breve carrera de escritor profesional: el movimiento de lo auténtico y lo decorativo.
Lo decorativo: los vítores de letrados, la nota más alta de un taller literario, la fama. Lo auténtico: la muerte, los muertos, las secreciones que hay detrás de una experiencia anudada en la escritura. Lo decorativo: la escritura que te pagan, o te premian o te califican. Lo auténtico: la escritura gratuita, la que viene y va de la muerte; la que orbita el mensaje cifrado que viene del nombre del padre o de su ausencia, y persigue a Nocordero como un trazo de tinta que escribe un paso (o una letra) delante de él.

La llamada
Todo lo que había que aprender sobre lo auténtico y lo decorativo, piensa Nocordero, estaba en esa respuesta de Google. Pero lo que imprimió, marcó, selló, inscribió, anudó, remarcó, ese episodio (Nocordero se ve obligado a pensar todos esos verbos) fue una llamada telefónica que recibió cuando todavía estaba frente al monitor, desplazándose de generación en generación por su línea de antepasados.
Apenas escuchó la voz de Nicolás le contó, o empezó a tratar de contarle, lo que recordaba de lo que acaba de descubrir: el recorrido de su ex-linaje, desde el siglo XIV hasta ese momento.
-Ajá, arrechísimo -le dijo Nicolás cortante, con amargura-. Se mató José Ángel.
-¿¡Qué!?
-Se mató José Ángel. Acaba de llamarme Tito. Tuvo un accidente de tránsito.

Al día siguiente
Más o menos a la misma hora, Nocordero caminó por segunda vez en su vida hasta la Morgue, ahora para encontrarse con amigos y familiares de su compañero de bachillerato, José Ángel, cuyo cuerpo esperaba por el permiso de los forenses para ser llevado a la funeraria.

La carta gratuita
Dos, o tres, o cuatro días después, Nocordero escribió una carta para José Ángel. Una carta en la que hablaba del nudillo desproporcionadamente sobresaliente de José Ángel, y de la barba que exhibía ya en primer año, cuando él y la mayoría de sus compañeros apenas y tenían vello púbico.
Hablaba también de la fuerza descomunal en brazos y piernas que hacía tronar el patio de la escuela cuando José Ángel lanzaba o pateaba una pelota, a pesar de medir un metro sesenta y cinco. De su nobleza hablaba también, nobleza al límite de la ternura, para nunca ocurrírsele usar esa fuerza y esa presencia rotundas en contra de los débiles sino más bien para defenderlos incluso de burlas inocuas.
Hablaba de su velocidad, la velocidad con que pasó por la vida ese cuerpo, al punto de estrellarse contra una columna en la autopista a 140 kilómetros por hora a los 22, 23 años.

Como un niño
Bueno como un niño, implacable como un niño, le escribió ya hacia el final de la carta, porque en esos días Nocordero estaba leyendo obsesivamente al Chino Valera Mora, y quizá por Masseratti 3 litros sentía que si José Ángel hubiera sido poeta de los que escriben habría sido como el Chino.
Y qué coño hago con esto, se estuvo preguntando tres, cuatro o seis meses, cada vez que se acordaba de la carta, hasta que un día se le ocurrió abrir su primer blog.
Subió “Se estaba celebrando un cumpleaños” y la carta para José Ángel. Y esta vez sí: como la segunda caminata hasta la Morgue, fue totalmente gratuito.